La excelencia tiene un polo objetivo y otro subjetivo.
El primero se refiere a la obra en sí y el segundo a la actitud que pone en juego quien realiza la obra. Nos referiremos ahora al polo subjetivo, a la actitud que tiende hacia la excelencia.
Podríamos definir dicha actitud como el cuidado y el interés en hacer las cosas del mejor modo posible.
Como se observa en la definición, tal actitud trasciende a cualquier tarea en particular y puede ser tanto el modo de preparar una sencilla comida como la realización de una labor artística o científica de alta complejidad. Una vez que hemos presentado suscitantemente la noción de excelencia podemos volver a formular la pregunta del comienzo: ¿es la exigencia un camino idóneo para alcanzar la excelencia?
Parafraseando el dicho popular acerca de la caridad: la excelencia bien entendida comienza por casa.
La casa más intima es la propia individualidad, y ¿cómo es la relación exigencia- exigido interior? En dicha relación no hay, por cierto, excelencia, pues si bien puede producir momentos de alto rendimiento, esos momentos no se autosostienen ni se retroalimentan. Esto es así porque los protagonistas del vínculo exigente- exigido no experimentan una relación en la que haya bienestar, aprendizaje ni crecimiento. Por lo tanto, el alto rendimiento que puedan producir se parece al que detona una droga estimulante del tipo de la anfetamina o a la cocaína. Es un «latigazo» fugaz, que después de la acción deja a los protagonistas sin crecimiento ni aprendizaje y con un saldo de mayor deterioro.
Otro efecto nocivo de este tipo de relación es que produce en el exigido una división excluyente entre la excelencia y el disfrute. «¡Qué placer poder no hacer nada… pero tengo que hacer este trabajo bien!» Como consecuencia del maltrato del exigente, en el aspecto exigido queda la imagen del bienestar asociada al no hacer nada y la excelencia al penoso sobreesfuerzo obligado. Se pierde entonces la alegría de la excelencia.
La relación exigente- exigido, por lo tanto, no puede ser la base de una actitud que tiende hacia la excelencia porque ella misma está caracterizada por el maltrato y la precariedad en el modo en que se intenta lograrla.Si los miembros de un equipo (interno o externo) se llevan mal, están enemistados o albergan tensiones sin resolver, no pueden contar con la disposición hacia la excelencia en la tarea que realicen pues eso es lo primero que se pierde cuando sus miembros están insatisfechos.
Resulte evidente, entonces, que si la actitud hacia la excelencia no tiene el sustento del disfrute, el aprendizaje y el crecimiento, su fugacidad es inevitable.
LA EXCELENCIA NO ES HIJA DE LA EXIGENCIA
La genuina excelencia es resultado de un estado de excelencia interior.
La excelencia interior significa relaciones internas armónicas, respetuosas y fértiles. En este caso es la que se da cuando la relación exigente- exigido se transforma en asistente- asistido con papeles dinámicos y alternativos. En este marco no hay división entre el disfrute y la tarea, y por lo tanto el rendimiento es sostenido y se retroalimenta en la experiencia de su propio disfrute.
Esto no significa que la persona producirá siempre el máximo y que su rendimiento se mantendrá en ese nivel, sino que producirá su máximo posible, momento a momento, en una atmósfera de bienestar con la tarea y sin consumirse ni destruirse mientras la realiza.
(La sabiduría de las emociones, cap. exigencia y excelencia, 86/110, Norberto Levy)
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Para mi lo importante es la búsqueda de la excelencia interior, porque esta la realizas para ti, sin compromisos de ningún tipo y sin tener que demostrar a nadie, tan sólo a ti mismo, que eres capaz de conseguirla.
Cuando domines este apartado de la vida, la excelencia de cara a tu trabajo y al os demás saldrá de forma natural sin que te ves presionado por nada y nadie.
Sabias palabras José, gracias por tu aportación.