¿La exigencia es una actitud que merece ser alentada en tanto mueve hacia la excelencia,
o por el contrario, sólo tortura a quién la padece
y no conduce a la excelencia que aspira a promover?
«¡Yo soy muy exigente, conmigo mismo y con los demás…!»
Quien se expresa así, suele hacerlo en un tono de orgullo y satisfacción, como si estuviera diciendo implícitamente: «Yo valoro la excelencia y ésa es mi meta, para mí y para los demás…!»
Esto significa que le atribuye a la exigencia la cualidad de ser el camino y la la garantía de excelencia.
La creencia sobre la que se apoya este tipo de afirmación es:
a) si realmente quieres lograr la excelencia, entonces debes ser exigente.
b) si es exigente, entonces el resultado será obtener excelencia.
Pero ¿es realmente así? ¿Es la exigencia un rasgo que merece ser alentado en tanto actúa moviendo a la persona hacia la excelencia, o, por el contrario, se trata de una actitud inadecuada que tortura a quién la padece y no produce la excelencia que espira a promover?
(…)
La creencia del exigente, es que para alcanzar un resultado basta con desearlo intensamente y demandar con fuerza al encargado de realizarlo para que efectivamente lo logre. La frase que mejor resume esa creencia es: «Querer es poder». Esta conclusión está muy difundida en nuestra cultura y llega a tal punto la confusión existente en torno a ella que algunas corrientes psicológicas instan a las personas a que reconozcan que si no consiguen algo no es porque no pueden, sino porque no quieren.
Ante tal confusión puede resultar útil examinar detalladamente cuáles son las diferencias entre querer y poder.
Querer significa orientar la energía, la fuerza, la intención, en una dirección determinada. Poder, en cambio, alude a la disponibilidad de los recursos adecuados para realizar esa intención.
(La sabiduría de las emociones, Norberto Levi, 86, 92)
Si te gustó este artículo compártelo.
Suscríbete a nuestra newsleter